26 may 2008

El Don Juan que calzaba 39


Los últimos días los he pasado en Máncora con Natalia, mis viejos y mis suegros. Dado que son las personas que más extrañamos en Inglaterra, Naty y yo coincidimos en que no había mejor forma de pasar nuestras vacaciones que con ellos en este paraíso natural. Una de mis ambiciosas metas para estos 7 días de playa era aprender a correr olas. La presente historia cuenta sobre aquel fallido intento, pero en especial sobre mi instructor.

Máncora es el mejor balneario que tiene el Perú. A casi mil doscientos kilómetros al Norte de Lima es casi imposible que las preocupaciones cotidianas te alcancen por acá. En especial porque a sólo 10 metros de nuestras camas, empieza una playa que al sol le gusta tanto que no se la pierde ni un solo día.

A 3 kilómetros de la casa que alquilamos, sentí una atracción que hace años no experimentaba. Al verlas, me quedé maravillado por su tamaño ideal, su apetecibles formas y porque siempre hay una tras otra. Ante tal atracción, no había forma en que siga postergando mi fantasía de querer montarlas y decidí tomar una clase de surf.

Fue así que el día de ayer despertamos, tomamos desayuno y Natalia aceptó acompañarme para ver si lograba domar las olas de Máncora. Como si se tratara de una cínica fan enamorada, mi querida esposa llevó la filmadora consigo para posteriormente burlarnos de mis habilidades surfísticas.

Al llegar a la playa encontramos un puesto de alquiler de tablas donde ofrecían clases de surf. Tras negociar una tarifa mutuamente satisfactoria, Juan aceptó compartir conmigo los secretos de su hobby y profesión. Al observar las dimensiones de mi cuerpo, se dirigió decididamente hacia la tabla más grande y me pidió que la cargue. Tras preguntarle si no era muy grande para mi, Juan sólo atinó a sonreír y a animarme a emprender el camino.

Una vez que llegamos a la orilla, dibujó en la arena la silueta de una tabla. A la par que lo hacía, me animó a ver su parecido con el de una mujer y que el único secreto para montarla de manera adecuada consistía en mantener el balance. Acto seguido, se echó sobre ella y me explicó los 3 pasos de su mantra: 1) levanta los brazos, 2) arrastra el pie izquierdo hacia delante y 3) levanta el pie derecho casi hasta llegar a la altura de las manos. Luego se paró y me pidió que siga sus pasos. Como el bueno de Juan corregía cada uno de mis movimientos, por un momento pensé que su misión consistía en pasar la mayor parte de la clase fuera del mar. Cuando estaba a punto de quejarme, me dijo que ya estaba listo y me señaló la ruta a seguir. Recién en ese momento comenzó a ponerse las aletas.

Si bien cuento con un innumerable número de kilos de más, “el fraile que antes fue cocinero, cuando pasa por la cocina todo lo sabe”. Así que como alguna vez llegué a cometer la locura de nadar 16kms al día, me subí a la tabla y en pocos minutos me encontraba mar adentro. Cuando por fin me alcanzó, me confió que le había sorprendido mi velocidad porque varios clientes de mi contextura no avanzan ni para adelante ni para atrás. Como supondrán, me sentí confusamente halagado.

El trabajo de Juan consistía en ayudarme a montar olas. Para ello, Juan se sostenía de la parte posterior de la tabla y me acompañaba pateando hasta “asegurar” la ola. En ese momento, me empujaba y esperaba que ponga en práctica los 3 pasos de su mantra. Para ser honestos, su presencia me hacía recordar a las rueditas que usaba cuando aprendía a montar bicicleta. Como era de esperar, más de la mitad de mi clase me la pasé arrodillado y sólo por breves momentos logré pararme en la tabla. Se trataba pues de la mejor evidencia que existe en la playa para comprobar que la felicidad es efímera.

Natalia no dejó de filmar ninguna de mis colosales caídas al punto que de caer en las manos equivocadas, mi carrera política habrá terminado antes de empezar. Por su parte, Juan no dejaba de decirme que me relaje, que me sentía muy tenso.

En los últimos 20 minutos de la clase, Juan cambió de estrategia. En vez de decirme qué hacer, comenzó a responder a mis preguntas. Lo que más le sorprendió es que no trataban de cómo correr olas sino de cómo le iba con sus alumnas.

Conforme avanzaba su relato, literalmente, Juan se convertía en un verdadero Don Juan. La parsimonia que lo había caracterizado hasta ese entonces no tardó en transformarse en una sorprendente morbosidad. Incluso llegó al punto en que afirmó que su mantra también aplicaba a las mujeres. Muy nutrido por ejemplos de mujeres de todas las latitudes, razas y credos, me explicó: 1) “a las alumnas más guapas hay que hacerle un precio especial”, 2) “si ves que te deja, hay que acomodarla en la tabla a cada rato”; 3) “hay que hacer un esfuerzo e invitarlas a tomar una cervecita después de la clase”.

Según Don Juan, su método es casi infalible. Al punto que varias terminan prolongando su estadía y más de una termina regresando a Máncora para pasar una temporada con él. Por ejemplo, me contó, la próxima semana se va a Guayaquil a recoger a “una gringa pelirroja, pero no vayas a pensar que es muy blanca, no me gustan las que son muy blancas. Es pecosa y bronceada, además es súper rica y va a pagar por un buen hotel para que me quede con ella”.

Cuando terminó de contar ciertos detalles que considero de mal gusto repetir en estas líneas, le pregunté si había pensado irse a vivir con alguna de ellas y me aseguró que él era diferente. Don Juan me contó que había nacido en Máncora y que dudaba poder ser más feliz en otro sitio.

Jamás tendré la oportunidad de corroborar cuán “Don Juan” era mi profesor de Surf. Sin embargo, cuando salía del mar le entregué la tabla y me pidió que me lleve sus aletas. Al llegar a la orilla vi que su talla era 39 y concluí que para sus alumnas, el tamaño es lo de menos.

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