
"Take your marks, GO!". Sonó lo que mi abuelo hubiera llamado chicharra y nuestros 8 cuerpos sin grasa y con apenas vellosidades, se lanzaron a aguas con cloro de sabor y olor diferente a mi querido Campo de Marte. Al minuto y pocos segundos estaba de vuelta a tierra, cansado como atragantado y con el cuerpo caliente. La toalla cada vez más mojada absorvía tanta agua como adrenalina y, tras haber batido mi récord, sonreía conmigo por las palmaditas en la espalda. Cuando en ese entonces me preguntaban mi edad, como si se tratara de algo verdaderamente importante, decía que tenía 12 y medio.
Aquella tarde fue la última del "Junior Olympics", un campeonato gringo importante para la costa Este. Si bien mis amigos y yo viajamos para competir, me alucinaba saber que al día siguiente conocería Disney World – aunque para mi "avanzada" edad, fingía muy bien repitiendo un muy categórico "eso es para niños".
Entre mis mejores amigos del equipo se encontraba Richard Odam – con quien gracias a ese barrio virtual que llamamos Facebook chatee ayer después de 13 años. Tenerlo al lado en Disney fue una bendición porque además de paciencia, Richard tuvo desde la cuna algo que incluso después de 4 años en UK se nota que aprendí de adulto: el Inglés.
Extasiados por tanto estímulo, tanto Richard como yo escuchamos a nuestro entrenador pedirle al grupo entero que nos encontráramos en el gran Castillo a medianoche. Recién al día siguiente nos enteraríamos que si bien el punto de encuentro era el mismo, todos se habían encontrado a las 11pm.
Aún con ganas de seguir subiéndonos a los juegos, a las 12.00 a.m. en punto, Richard y yo llegamos al gran Castillo después de haber pasado uno de los más divertidos días de nuestra infancia tardía. Después de 30 minutos seguíamos solos. Así que opté por disfrazar mi temor por carajeadas a la impuntualidad de los Peruanos. Asustados ya, a la 1.15 a.m., Richard y yo decidimos ir a buscar a nuestro equipo. Lo irónico es que los buscábamos subiéndonos a los juegos que más nos habían gustado. Subíamos como para tatuarnos aquel día. Lo hacíamos bajo la excusa que desde la cima de la montaña rusa tendríamos una mejor vista del parque. Sin embargo, la hora avanzaba casi tanto como nuestra angustia.
A las 2.15 a.m. se nos ocurrió cruzar en barco y dirigirnos hacia el terminal de buses – un estacionamiento sin inicio ni fin. La lógica nos llevó a preguntar en informaciones y el amable geronto a cargo, pronunció una par de frases indescifrables para el Inglés que me enseñaban en la escuela. Richard, muy ansioso, me asustó diciéndome que nuestro bus había partido hacía 3 horas. El muy buen hombre, nos aconsejó dirigirnos hacia el bus de la misma compañía que estaba por salir.
A todo esto, en cada uno de sus rincones de bajo presupuesto, nuestro hotel tenía stickers con el nombre de Motel Super 8.
Cuando llegamos al bus, Richard le explicó lo sucedido a la guía turística y esta, muy gentilmente, ofreció llevarnos a nuestro Motel. Fue así que nos dejaron en el Denny´s – una especie de McDonalds, pero aún más desagradable. Nuestro recuerdo, ya no tan lúcido por la hora y el cansancio, nos tranquilizaba diciéndonos que después de una cuadra encontraríamos descanso. Pero nuevamente estábamos equivocados.
Después de dos cuadras, una banda de morenos inmensos se reían de nosotros al ritmo de la música de los equipos recostados en sus hombros. A pesar de la distancia, llegaron a oler nuestro temor y aceleraron su paso para darnos el encuentro. Richard y yo nos dimos la vuelta y corrimos tan rápido como pudimos. Llegamos al Denny´s antes que ellos y nos sentamos procurando recuperar el aliento.
En ese momento estábamos sencillamente aterrados. Una señora latina pero nada amable, nos aconsejó llamar a un Taxi y a los 5 minutos, un taxista enorme, grotezco y casi albino preguntaba por nosotros en la puerta. Siguiendo el protocolo, los morenos que se había quedado ahí simplemente para molestar, nunca dejaron de despedirse de nosotros. Ya en el taxi, nos sentimos protegidos – al fin.
Aunque es difícil de creer, el taxi se malogró después de sólo 7 cuadras.
Por la puta madre, ¿Cuántas veces se ha malogrado el taxi que te lleva a tu destino?, ¿Por qué nos tenía que pasar esa noche?
El auto se ahogó frente a un 7Eleven. El taxista se bajó y abrió el capót. Cuando se percató que el par de nadadores empezaba a tomar una siesta, volvió apresurado para decirnos que si permanecíamos en el auto el taxímetro seguiría corriendo. Como era de esperar, abrí la pesada puerta amarilla y bajé de inmediato. 3 minutos más tarde, Richard y yo nos encontrábamos en el 7eleven des-cubriendo el pasado oscuro de Madonna. A los pocos minutos, Richard sediento y yo hambriento, decidimos comprar algo. Sin embargo, al frente de la cajera nos percatamos que no podíamos darnos tal lujo. Sumamos los quarters, dimes y diretes y nos percatamos que sólo llegábamos a US$ 2.30. Así que la regimos, el ganó y terminamos compartiendo una Coca Cola.
Tras aburrirme de los plieges de Madonna, le propuse a Richard salir de la tienda e ir a ver qué nos decía el taxista. Al vernos llegar, el taxista optó por llamar a la unidad de asistencia mecánica.
20 minutos más tarde, el mecánico nos dio el encuentro. Se trataba de un tipo casi tan grande como el taxista, pero mucho más amable. Tras saludar, abrió el capot pero no tardó en concluir que no podría encender el taxi. Así que nos invitó a los 3 a subir a su auto.
Como a ninguno le sonaba el Motel Super 8, el ingenioso plan del taxista y del mecánico consistía en dar una vuelta por la ciudad para ver si reconocíamos nuestro Motel. En ese momento ya eran como las 4 a.m. y los ojos me pesaban tanto que me costaba mantenerme despierto. Tras media hora, todos nos dimos por vencidos y decidimos dirigirnos a la estación central de la compañía de taxi. Mi temor fue tal que se me apagó el sistema y sin poder evitarlo, el sueño me tumbó.
La siguiente vez que abrí los ojos, nos encontrábamos en la oficina y Richard sumamente preocupado me decía al oído: "¡Por favor, no te duermas. Estamos completamente perdidos!". En ese mismo momento, el Jefe de turno llamaba a la policía informando sobre un par de nadadores peruanos perdidos. Fue una genuina coincidencia que en ese preciso instante, nuestro entrenador haya estado viajando de vuelta al Motel en un Taxi de la misma compañía porque de esa manera, logró escuchar dicha llamada por la radio del taxi. Estoy seguro que antes de saber dónde encontrarnos, él y los papás de un par de amigos ensayaban cómo contarles a nuestros padres que nos habian perdido.
Al enterarme de lo sucedido y ver cómo Richard recuperaba la calma, caí completamente dormido. Al punto que la siguiente vez que abrí los ojos eran las 7 a.m., mi entrenador me dejaba en la puerta de mi habitación y nuestros amigos salían a recibirnos como si se tratara de héroes de guerra.
4 dias más tarde y después de contar esta historia 18 veces, llegué a Lima. Tras abrazar a mis padres, que estoy 100% seguro que no sabían nada de mi aventura, mi madre avergonzada me confesó que la noche en que nos perdimos, no había logrado dormir en Cuzco porque sentía que algo malo me estaba pasando.
21 años más tarde de aquella terriblemente entretenida noche de Julio, sigo sin entender cómo nos encontraron. Aún así, recuerdo que este episodio me volvió aún más amigo de Richard; me mostró cuan importante era saber más de un idioma; aún tomando todas las precauciones del caso, me enseñó cuán fácil es que se te pierda un hijo. Pero por sobre todas las cosas, aquella noche me demostró que este tipo de experiencias son como fuegos artificiales en la memoria.
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