Cual infalible picaflor, mi abuelo Mauro jamás pudo controlar su libido frente a mujeres atractivas e interesantes como mi abuela y la madre de mi tío. Al punto que convivió y tuvo hijos con ambas – casi a la vez. Muchos optarían por encasillar su vida en la de un empedernido mujeriego, pero como leerán a continuación, hay otros puntos a tomar en cuenta.
Mi abuelo nació en 1928. Dos años más tarde nació Oscar (a quien la primera vez que ví llamé “Otomano”, por su parecido a mi abuelo y mi incapacidad de pronunciar adecuadamente “Otro Mauro”). Y muchos años más tarde nacieron sus engreídas Meche y Nelly. Siendo el hermano mayor, desde muy joven Mauro asumió la responsabilidad de sus hermanos de padre y madre. Lo cierto es que esto se reforzaba con la casi permanente ausencia de Víctor, mi bisabuelo.
Aunque pasaba buen tiempo haciendo negocios lejos de casa, Víctor aleccionó al joven Mauro en cómo negociar con sus clientes pero en especial con las mujeres. Alguna vez, mi abuela con mordaz picardía resumió su particular estilo con la siguiente frase: “prometer y prometer hasta meter y una vez metido, olvidar lo prometido”. Adicionalmente, mi bisabuelo le enseñó a su hijo mayor dos lecciones que nunca olvidaría.
Antes de cumplir 15 años, Víctor le pidió a mi abuelo que viaje a Lima a vender unos pellejos de ternero a muy buen precio. Antes de encontrarse con el socio de su padre, mi abuelo conoció a un sujeto que le ofreció un negocio increíble. Con la intención de enorgullecer a mi bisabuelo y hacer algo de dinero, una vez que recibió el pago por los pellejos volvió donde el timador. Con la angustiosa sorpresa de saberse engañado hizo lo posible por seguir sus pasos hasta que lo encontró e hizo apresar. En ese momento decidió volver a Huacho para explicarle a su padre lo sucedido y pedirle que lo acompañe para exigir la devolución del dinero. El enojo de mi bisabuelo y su desesperanza en la justicia fue tal que no sólo decidió quedarse en Huacho sino que a manera de castigo, ese año le prohibió volver a la escuela.
Años más tarde, mi bisabuelo cayó en desgracia económica. Esto sucedió casi a la par en que mi abuelo comenzaba a amasar una fortuna con la que el niño provinciano y pobre que fue nunca había soñado. En ese entonces, un encuentro después de años con su padre le hizo pensar que se trataba del inicio de una nueva etapa con él. En aquel entonces, Víctor le pidió un capital para empezar una sociedad. Lo que mi abuelo jamás sospechó es que en dicha oportunidad, el timador era su padre.
Ambas situaciones calaron fuertemente en mi abuelo. Al punto que juró no repetir los mismos errores con sus hijos. Jamás los estafó e hizo todo lo posible por asegurarles la mejor educación posible. Lo cierto es que incluso en los últimos años se metió en serios problemas con su pareja de toda la vida, por asegurar la estabilidad económica de la única tía que tengo – a quien le llevo 8 años.
Pero sería injusto decir que estas tres fueron las únicas lecciones que mi bisabuelo le dejó al padre de mi madre. El pedido de cuidar a sus hermanos menores lo volvió muy protector para con sus familiares más cercanos; tener que caminar hasta 3 días arreando el ganado le permitió aprender que incluso las etapas más duras traen consigo enormes recompensas; animarlo a aprender Inglés y Quechua le permitió insertarse en grupos imposible de acceder para sus pares; incluso enamorar extranjeras le despertó un genuino interés en otras culturas.
Mi abuelo Mauro y yo siempre tuvimos una relación muy especial. De muy pequeño, fingía molestarme cuando interrumpía mis almuerzos Dominicales con migas de pan que me arrojaba desde la cabecera de mesa. La semana pasada tuve la oportunidad de salir a almorzar con él. Una vez que barrimos los temas de actualidad comenzamos a huaquear entre las anécdotas de nuestras infancias y en más de una oportunidad le pedí que me aconseje qué hacer en mi futuro profesional y personal. A manera de cierre de nuestra conversa, mi abuelo concluyó con la siguiente metáfora: “La vida es como un rosal. No hay dudas que cuenta con rosas hermosas pero en su mayoría está hecha de filudas espinas”.
Este compartir tan profundo, tierno y sincero, me permitió poner su vida en perspectiva. Minutos después de dejarlo en su casa me percaté que como cualquiera, mi abuelo cometió algunos errores pero su existencia viene siendo sumamente aleccionadora y que para comprobarlo basta con invitarlo a almorzar.
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